Su mirada era tan cándida como un atardecer, se oían las risas de los que me habían llevado hasta él a través de la puerta cerrada, sonaban como un eco lejano.
Me tomó la tensión con mucha delicadeza y me dijo que estaba baja, me preguntó por mis ojeras e hice una mueca aguantándome las ganas de llorar. No me encontré con derecho a explotar por mis miserias delante de él porque pasaron a ser banales cuando recordé que su hija había muerto hace un par de meses en un accidente aéreo, me limité a responderle que tenía bastante ansiedad.
Me recetó calma.
Ya somos uno más en casa, os presento a Mikael.